Comentarios de una alumna de Horst Matthai Quelle
por Lorena Mancilla Corona (17 de mayo de 2005).
Me llamo Lorena Mancilla Corona, tengo 30 años. Estoy casada, soy madre de una niña. Soy comerciante y escritora inconstante, tengo muchos amigos pero pocas amigas. Por alguna razón las mujeres (no todas) se empeñan en verme como rival. No entiendo a qué se debe. Yo hace mucho que no veo a otra mujer de esa manera, ni con envidia, ni con coraje, ni con celos.
Me gusta manejar pero me gusta más la promiscuidad del taxi colectivo. Me gusta viajar sola, comer sola, caminar sola, fumar sola, escribir sola, bailar sola, hablar sola y también disfruto de hacer todo lo anterior en compañía, excepto escribir. He sido de pocos amores, de fidelidad irregular, de gustos indiscriminados, al grado que es posible afirmar que mi vida amorosa ha sido un sampler. He dejado ir hombres por infinidad de razones: mal aliento, incompatibilidad sexual, autodefensa, hasta hubo uno a quien deje ir por un omelette (y hasta hoy no me arrepiento). Me han enamorado las venas saltadas en unos brazos huesudos, una letra furiosa sobre papel amarillo, unos puppy eyes (los cuales veo a diario), un dedo deslizándose cálida y brevemente sobre la piel de mi índice.
Siempre viví al lado del mar.
Yo era la única que llegaba a tiempo a la clase de Horst Matthai, me daba tristeza pensar que estaría ahí a sus ochenta y tantos años esperando media hora a que llegáramos a oírlo hablar de cómo Sócrates detuvo el avance de la humanidad. En una ocasión que esperábamos los dos al resto de la clase me vio triste, intuyó que se trataba de amor. Yo estaba a punto de llorar, no recuerdo por qué aunque sí por quien. Ese día me habló del entusiasmo, de cómo el enamoramiento es convertir al otro en dios, es decir endiosarse con el otro. De cómo uno se enajena buscándose en el otro como si se buscara en un espejo y que para alargar el amor hay que mantener la discontinuidad, porque lo continuo es la falta de movimiento es decir, la muerte. También me habló de cómo él se enamoraba constantemente, no sólo de su mujer, sino que buscaba el amor donde estuviera.
Me contó su historia, el tenía cincuenta y cinco años, ella diecisiete, el había permanecido solo por veinte o treinta años (desde que se había separado de su primer mujer), ella era su alumna (él se había convertido en profesor de filosofía por una equivocación, porque después de huir de Alemania y dedicarse a criar pollos en México decidió estudiar psicología, pero fue inscrito en filosofía por error), ella esperó hasta el final del curso para confesar lo que sentía por él, creo que me dijo que habían esperado a que ella cumpliera 18 para casarse. El llanto que me había aguantado estoicamente se desbordó.
De él oí infinidad de leyendas: que si había permanecido célibe desde que dejó a su primer mujer, que sus compañeros de escuela lo encerraron con una puta para sacarlo del celibato y que de ese cuarto quien salio casi convertida en santa fue ella.
Una vez coincidimos en un viaje a Guanajuato, se trataba del congreso nacional de filosofía, a decir verdad yo iba con la esperanza de encontrarme con alguien que al final no estuvo ahí. En cambio me vi convertida en los oídos de Matthai cuando le explicaba lo que él no alcanzaba a escuchar. Fui su boca cuando había que aclarar algo, fui su bastón en las escalinatas de la universidad, y en los caminos burreros y en las banquetas centenarias, comí con él en La Gallina Aristotélica y le tomé una foto en la puerta. Lo salvé de caídas en varias ocasiones y estuve a su lado cuando Fox (entonces gobernador) se acercó a estrecharnos las manos el día en que se inauguró el congreso. Me despedí de Matthai con un beso en su cachete pálido y arrugado. Cuando estuve de vuelta en Tijuana, después de varios días de un viaje que acabó en Real de Catorce lo vi de nuevo. Me esperó después de la clase como todo un galán y me dijo: ´Usted me dio un beso muy cariñoso, quería darle las gracias´. Ya no recuerdo si yo estaba triste por algo (seguramente que así era), pero creo que lloré un poco. Todavía no sé si estuve enamorada de él.
La ultima vez que lo vi compré flores me puse una falda negra que tuviera el soporte para sostener mis cinco meses de embarazo. Conocí a sus nietos, a su hija, a su mujer. Lo habían vestido con bufanda y boina, con los lentes que siempre usó, no me quedé mucho tiempo, sólo el suficiente para dejar mi ramito de flores pequeño, sin tarjeta, ni canasta, ni agua en el piso, debajo de su ataúd. Justo a la altura de su cabeza.
Origen: http://lorenamancilla.blogspot.com/2005_05_01_lorenamancilla_archive.html
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